Ayer, fui capaz de pasear, de nuevo, por las Ramblas. Allí, donde habitualmente se mezcla la algarabía de los viandantes con los acordes de músicos ambulantes, algún que otro vendedor furtivo y el runrún del tráfico, diez días después del atentado, las voces humanas eran apenas un murmullo.
El dolor por lo ocurrido podía palparse en cada rincón, en cada farola y en cada árbol, y revoloteaba a nuestro alrededor como un perfume pegajoso del que no puedes deshacerte. Ese sufrimiento, doblemente espinoso por evitable, nos ha dejado sin más palabras que el tan sonado #notincpor al que nos hemos aferrado como si fuera un mantra que apaciguase nuestra habilidad para anticipar nuevos terrores y nos ha hecho sentir, por un breve instante, iguales. Sí, todos somos iguales ante el dolor. El sufrimiento no entiende de ideologías, creencias, culturas. Y, sin embargo, seguimos matándonos por diferencias de pensamiento y credo… y también por codicia, que quizá sea un motivo aún más terrorífico que los anteriores.
Recuerdo una época en que los sonidos de las Ramblas incluían también cotorras, conejillos de india y algún que otro pájaro de plumaje exótico. Hoy, los kioskos de venta de animales han pasado a reciclarse para venta de souvenirs. De momento, como aún no existe el concepto de “maltrato floral”, los kioskos de venta de flores siguen ahí, aportando colorido y, de vez en cuando, la esencia de alguna flor logra imponerse al humo de los tubos de escape.
Tarde o temprano, Las Ramblas se sobrepondrán a la tragedia, como lo han hecho tantas otras ciudades que han compartido suerte parecida. Los altares irán desapareciendo o no; o quizá den paso a algún monumento en recuerdo de las víctimas. Aunque los que hemos vivido de cerca el sanguinario suceso no necesitaremos un recordatorio para que éste conviva en nuestra memoria con otros recuerdos más amables originados en el mismo lugar. De esos, de los agradables, poseo tres que atesoro con cariño. El primero no es mío pero, como me afecta de pleno, me lo apropio. Y es que mis padres se conocieron, hace ya más de medio siglo, paseando por las Ramblas. De no haber sido por ese lugar (y por ellos, obviamente), quizá yo no hubiera nacido en Barcelona o puede que ni siquiera hubiese venido a este mundo, ¡vaya usted a saber! Mi segundo recuerdo especial, además de en mis retinas, lo tengo inmortalizado en una foto en blanco y negro en la que estoy posando de la mano de mi padre. Sonrío feliz y despeinada por el viento, con la estatua de Colón al fondo. El tercero, me lo guardo para mí.
Poco a poco, el silencio irá dando paso a la algarabía de nuevos paseantes y a la de los de siempre. Y mucho me temo que volverán también las despedidas de soltero, con las que nos torturaban algunos de nuestros visitantes. No me gustan Las Ramblas de luto, pero sí me gustaría que el respeto del que hemos hecho gala estos días, tanto locales como foráneos, impregnase el futuro espíritu de este paseo al que, hoy por hoy, preferiría recordar en blanco y negro.